• Mauricio Uribe, director del Departamento de Antropología de la U. de Chile. Representante Sociedad Chilena de Arqueología en el Consejo de Monumentos Nacionales.

No deja de emocionarme el momento que vivimos con la Comunidad Atacameña tras la inauguración de las obras de conservación y puesta en valor del Tambo de Camar, realizada a fines de abril. Luego de años de trabajo, investigación, esfuerzos y aprendizajes, este sitio de valor arqueológico cobra vida y significado para su gente, para el país y el mundo.

Este tambo, definido como una posada o estación de paso utilizada por pueblos precolombinos, está ubicado a 67 kilómetros de San Pedro de Atacama, en un espacio aparentemente modesto del desierto, pero que en el pasado estuvo inserto un tramo del Camino del Inca o Qhapaq Ñan, que en 2014 fue declarado Patrimonio de la Humanidad. Quienes lo hemos estudiado de cerca sabemos que guarda una historia enorme y cargada de sentido: conectó rutas, territorios y poblaciones, conservando huellas del tránsito y de la interacción entre atacameños, incas y pueblos del noroeste de Argentina y sur de Bolivia.

Las excavaciones permitieron no solo recuperar materialidades, sino reconstruir una historia que se manifiesta en su transformación con el tiempo, en sus silencios y su persistencia. No todos los sitios se comportan como Pompeya: no están congelados en el tiempo. El Tambo de Camar vivió, cambió, se deterioró, fue usado, reutilizado y hoy vuelve a ser puesto en valor.

Pero, más allá de los hallazgos científicos, el éxito de este proceso radica, en gran medida, en la participación activa de la comunidad, en su organización y en su claridad de propósito. Especialmente, en un país que muchas veces invisibiliza a los pueblos originarios y donde cuesta valorar el patrimonio material e inmaterial ancestral, lo que ha ocurrido aquí ofrece una lección ejemplificadora.

El patrimonio no se hereda pasivamente; no basta con declarar su importancia desde un escritorio o con ponerle una placa. El patrimonio se vive, se habita, se cuida; y, sobre todo, se comparte. La generosidad de la Comunidad de Camar, al abrir este espacio a visitantes, investigadores, escuelas, niños y niñas, es prueba de una visión que va más allá del reconocimiento: busca trascender.

Ahora que el Tambo cuenta con instalaciones interpretativas, con espacios para conservar objetos y abrir el conocimiento a todas y todos, es fundamental no perder el vínculo con su entorno humano. El peor destino que puede tener el patrimonio es el encierro. Guardado, oculto, olvidado, pierde sentido. Necesita estar vivo, mostrarse y brillar. Porque si no se visita, no se estudia y no se conserva, simplemente desaparece de la memoria.

Por eso hago un llamado a que este lugar siga siendo sostenido, habitado y respetado por quienes lo rodean y lo sienten suyo. A que múltiples actores -científicos, comunidades, estudiantes, autoridades- se encuentren aquí. A que el sitio no se convierta en una simple postal, sino en un punto de partida.

Agradezco haber contribuido, aunque sea un poco, a que este proyecto se concretara. Y agradezco aún más a quienes hoy lo toman en sus manos, lo proyectan hacia el futuro y lo mantienen vivo. Porque el Tambo de Camar no solo guarda el pasado, sino que nos conecta con lo que fuimos, somos y lo que seremos.

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